¿Todo lo sagrado se desvanece en el aire? Sobre lo teológico-político en las resistencias al mega-extractivismo

Omar Arach*

Silvana Rabinovich**

Resumen. En el presente trabajo nos proponemos reflexionar sobre la actualización de lo sagrado en las actuales luchas de resistencia a la expansión mega-extractivista que distintos movimientos sociales de base comunitaria llevan adelante en nuestro continente. Retomando la propuesta presentada por Gudynas de analizar dicha expansión en clave de una Teología de los Extractivismos, proponemos entender lo sagrado en las resistencias como lo teológico-político que subvierte lo que aquella Teología Política sanciona y normaliza. Confiamos en que esta perspectiva puede contribuir a comprender este aspecto de las resistencias como un principio activo de alteridad radical que, además, proporciona elementos para una crítica política de crisis civilizatoria actual.

Palabras clave. Teología política, mega-extractivismo, resistencias, sagrado.

Does everything sacred vanish in the air? About the teological-political in the resistanceto mega-extractivism

Abstract. In this article, we present some reflections about actualization of the sacred into resistance process against mega-extractivist expansion that several community based social movements are carrying forward in our continent. Gudynas analyze mega-extractivist expansion as an Extractivism Theology. We aim to approach the role of the sacred in the resistances as a political-theological process that subvert the Political Theology. We hope this perspective may contribute to understand this trait of resistances as an active principle of radical alterity that offer critical instruments to analyze our civilization crisis.

Key words. Political Theology, mega-extractivism, resistances, the sacred.

DOI: http://dx.doi.org/10.29092/uacm.v15i37.631

Presentación. La teología política del extractivismo y lo teológico-político de las resistencias

La intensificación del mega-extractivismo en nuestro continente (y en el mundo) ha provocado la eclosión de una diversidad de movimientos sociales de base comunitaria que resisten al despojo y al desarraigo al que los impulsa esta expansión destructiva. Frente a una visión utilitaria del espacio geográfico (subordinado a la lógica “racional” del cálculo egoísta) se alzan múltiples concepciones que lo entienden como espacio de vida, como refugio, como lugar del porvenir, como punto en el que se enlazan y renuevan las fuerzas cosmogónicas que ordenan el mundo, entre otras calificaciones documentadas en crecientes movimientos de resistencia.

Lenguajes de valoración contrapuestos forman parte de estas luchas que, localizadas en puntos específicos, se enlazan y resuenan poniendo en evidencia la emergencia de una encrucijada civilizatoria, que por momentos parece una verdadera “guerra del fin del mundo”. Ciertamente, las noticias y cuadros apocalípticos circulan día a día entre nosotros: las estremecedoras imágenes bélicas, los bolsones de miseria, las muchedumbres de migrantes en tránsito, las aterradoras noticias del cambio climático y las desoladoras visiones del desastre ambiental al que está llevando esta civilización del dinero, la velocidad y la máquina. No es de extrañar que regrese de manera inesperada un lenguaje teológico al escenario de una política que se juzgaba completamente secularizada.

Sin embargo, es de notar que esta trasposición de figuras teológicas al campo político es un rasgo característico del Estado moderno mediante el cual elementos de la teología judeocristiana aparecen secularizados, por ejemplo: el Estado en lugar de Dios y el estado de excepción en lugar del milagro (Schmitt, 2009). Recientemente Gudynas (2016), ha utilizado esta idea para pensar una “teología de los extractivismos” o, mejor dicho, para invitar a pensar cuánto de teología hay en la expansión mega-extractivista, con sus rituales, sus liturgias, sus ídolos y sus sacrificios. Desde esta perspectiva, los procesos mega-extractivistas son vistos como grandes acontecimientos en los que se celebra la liberación de las potencias tecnológicas y la ofrenda de masivas destrucciones que por una alquimia misteriosa regresarán en la forma de riqueza y prosperidad. Se trata de medios a través de los cuales la sociedad tecnocrática renueva su fe en el progreso y consagra a las instituciones que dicen representar a esta fe.

Es de notar que esta expansión se celebra no con el desborde orgiástico de un ritual “primitivo”, sino con la sobria y desencarnada fundamentación de la técnica y de la ciencia. Un lenguaje racional, de cálculo, de planificación, de concatenación lógica entre sucesos por venir constituye los fundamentos a través de los cuales se legitiman estos fastuosos procesos de creación/destructiva, desplegados sobre imágenes convencionales que oponen lo tradicional a lo moderno, como lo racional a lo irracional o lo normal a lo exótico.

Por el contrario, las comunidades que resisten al mega-extractivismo, si bien no desconocen las perspectivas científico-técnicas que ponen en evidencia el carácter destructivo de su expansión, enfatizan también lo sagrado que inviste a los territorios amenazados como una forma de poner límites a esta avanzada.1 Arraigados en el territorio, los sitios sagrados señalados por los pueblos que resisten al mega-extractivismo suelen coincidir con zonas boscosas que atraen las lluvias, montañas donde se recargan los acuíferos, cascadas relacionadas con la reproducción de los peces o ríos que alimentan los litorales marinos. Las formas de la religiosidad de estos pueblos tienden un manto protector sobre el territorio, mostrando también la “funcionalidad ecológica” de lo sagrado2.

Se puede hablar de teología política para señalar la refuncionalización de la teología por parte de la política, y desenmascarar el carácter cripto-religioso de un proceso de secularización en el cual la modernidad planteó la separación tajante de ambas. Carl Schmitt (considerado por Jacob Taubes un “apocalíptico de la contrarrevolución”, Taubes, 2007b) hizo visible esa Teología Política camuflada en el secularismo.3 En las antípodas de Carl Schmitt, y siguiendo a Taubes (y a Walter Benjamin), proponemos pensar lo teológico-político como aquello que subvierte lo que la Teología Política sanciona y normaliza.

Pensamos que esta diferenciación es de utilidad para comprender la “cosa sagrada” que anima a las resistencias al mega-extractivismo, evitando subsumirla como un componente de la Teología. Dicho de otro modo, pensamos que esta apelación a lo sagrado en la resistencia (lo teológico-político de las resistencias), no es una cuestión anecdótica o un mero exotismo ornamental, tampoco es simplemente estratégica, sino que constituye el principio de una alteridad radical que también es válido en otras confrontaciones de una escala mayor y de más largo alcance. A la Teología Política del Estado en la cual se ampara el capital en su fase mega-extractivista (basada en la ideología del progreso y la correspondiente acumulación), las comunidades en r-existencia (Porto Gonçalves) oponen lo teológico-político. Frente a la Teología Política del mega-extractivismo, amparada en un secularismo fetichista, las comunidades resisten desde lo teológico-político actualizando las potencias revolucionarias de lo sagrado. Al actualizar lo sagrado, conjuran con esperanza las promesas de futuro formuladas por los fetiches del mercado.

Mega-extractivism Now. Aproximación
a un proceso de creación destructiva/destrucción creadora

En los últimos años, se ha popularizado la noción de “extractivismo” para referir al proceso de intensificación en la explotación de materias primas con fines de exportación en los países de nuestro continente. Esta noción, acuñada en la interfase entre la academia y los movimientos sociales, ha sido de suma utilidad para visibilizar una problemática urgente. Partiendo de reconocer esta importancia, hemos optado por el doble neologismo “mega-extractivismo” para evitar inducir a la idea errónea de que los seres humanos pudiéramos ser autosuficientes, es decir, pudiéramos no ser extractivos. Creemos que la noción de mega-extractivismo es más ajustada (aunque más engorrosa) para señalar aquello que se quiere denunciar: la extracción predatoria de ingentes cantidades de materias primas que serán valorizadas como commodities en el mercado global, con indiferencia de las consecuencias ambientales y sociales provocadas en los sitios de extracción.

La expansión mega-extractivista del presente constituye otra vuelta de tuerca al proceso iniciado con la conquista de América por los europeos y con la constitución de lo que Wallerstein (2011) llamó el “moderno sistema mundial” (que luego fue progresivamente adjetivado como colonial, capitalista, industrial, patriarcal). Aunque han variado los actores políticos y económicos impulsores de estos procesos (de los virreinatos a los estados nacionales, de las compañías de Indias a las corporaciones transnacionales) los flujos materiales no han dejado de incrementarse, viajando desde las zonas de la depredación a las metrópolis de la acumulación. De este modo, la expansión mega-extractivista del presente actualiza antiguas configuraciones coloniales de poder global, así como distintas formas de colonialismo interno funcionales al mismo.

Proyectos y planes semejantes son impulsados en diferentes regiones del continente, en función de la eventual localización de minerales, hidrocarburos y monocultivos con alto valor de mercado (oro, plata, litio, molibdeno, petróleo, gas, soya, palma, etc.). Asociado a ello, se proyecta el desarrollo de una infraestructura funcional para su extracción o procesamiento (ductos, puertos, puentes, carreteras, hidroeléctricas, etc.), acompañado, también, de innovaciones tecnológicas cada vez más “eficientes”, que permiten llegar hacia donde antes no se había alcanzado. En su conjunto, conforman una nueva avanzada territorial que arremeten en muchos casos sobre regiones que antes fueran “marginales” y que habían constituido “zonas de refugio” a las que se habían replegado comunidades empujadas por anteriores frentes mega-extractivos.

La noción de acumulación por desposesión, acuñada por Harvey (2004), quien alude a Rosa Luxemburgo, ayuda a la comprensión de este proceso mediante el cual el capital adecúa la espacialidad a las necesidades de su expansión y a la visibilización de la violencia innata al proceso de acumulación. El despojo es el momento violento de la acumulación, el cual acontece todo el tiempo.

Schumpeter (1961) había observado un proceso que llamó “destrucción creativa” para caracterizar la dinámica de la economía capitalista, y que Berman (1998) extendió al análisis de lo que denominó “la tragedia del desarrollo”. La destrucción es una precondición para el desarrollo, que se asienta sobre una espiral donde “todo lo sólido se desvanece en el aire” en la medida en que lo nuevo sólo puede existir con la desaparición de lo prexistente. Esto le otorga una increíble vitalidad al sistema, ya que puede alimentarse y robustecerse en forma directamente proporcional a la destrucción que causa. Las guerras y las catástrofes naturales (lo estamos viendo ahora con los terremotos) constituyen unas excelentes oportunidades de inversión y ganancia.

La Teología Política del mega-extractivismo se asienta en varias creencias, de las cuales señalaremos cuatro. Una de ellas es que la ciencia y la tecnología tienen la clave para la resolución de las principales dificultades que enfrenta la humanidad en este siglo xxi. Otra es la creencia en que un proverbial desarrollo de fuerzas productivas, que son también fuerzas destructivas, constituye la respuesta providencial a los problemas de la sociedad. Otra es que la escala de los emprendimientos constituye una virtud en sí misma, o dicho de otro modo, que cuanto más grande mejor (Ribeiro, 1987). Finalmente, la idea de que la dominación de la naturaleza constituye la quintaescencia del accionar humano (o aquello que lo vuelve propiamente tal). Este conjunto de creencias, constitutivas de la ciega fe en el progreso, actúa con eficacia a la hora de menguar la credibilidad de aquellos que advierten sobre la dimensión destructiva de esta historia. Dichas creencias constituyen una especie de opio mediante el cual parece posible sobrellevar los sufrimientos que ellas ocasionan.4

Profanación de lo sagrado, sacralización de lo mundano

Pilar de la Teología Política moderna, humanidad/naturaleza es una dicotomía que en la modernidad fue dotada de sentidos en clave de dominación.5 Al substantivo colectivo “humanidad”, a quien le fuera conferido las características de actividad y productividad, le correspondería operar sobre otro substantivo colectivo: una “naturaleza” pretendidamente inanimada, pasiva e inerte, considerada como un continente de elementos a sojuzgar o como una escenografía que decora el accionar humano. Con esta constitución modernista se generó un nuevo régimen de representación, en el que los asuntos correspondientes a los humanos fueron reservados a la política, en tanto que los asuntos referidos a la naturaleza quedaron en manos de la ciencia y los científicos (Latour, 2015).

Ahora bien, el escenario de los hechos es la Tierra, que en la Teología Política de la modernidad fue concebida bajo la forma de artefactos: el globo y los mapas, predominando por sobre otras concepciones que la consideran como territorio en tanto espacio que nos hospeda. Hablar del globo implica hacerlo desde una exterioridad insostenible que nos hace imaginar que la Tierra nos pertenece. Pero, a juzgar por el cuadro apocalíptico que presenta en nuestros días el llamado cambio climático, podemos reconsiderar estas creencias: parece que la Tierra, lejos de ser inerte y exterior, está animada por el saber de un destino que nuestra ciencia es incapaz de develar. Bruno Latour, siguiendo a James Lovelock, cuestiona esta visión objetivante de la Tierra al evocar la figura de Gaia, la temeraria deidad (descripta en la Teogonía de Hesíodo) de la cual se dice que “poseía los secretos de los Destinos” y cuyos vaticinios “eran más seguros que los de Apolo” (Grimal, 1984, p. 212).

No hay prognosis que pueda penetrar en los secretos de Gaia. Esta certeza de la imposibilidad de pronosticar fue desafiada con el advenimiento de una sociedad que ha hecho de la transformación material del mundo su razón de ser (con las ideas asociadas de productividad, acumulación, expansión, desarrollo). Si los humanos de los pueblos “no-modernos” se detenían antes de acometer empresas como eviscerar un cuerpo humano o destruir una selva, temerosos de la furia que pudiera esto desencadenar en los dioses, los modernos los vieron con jocoso desdén como seres sometidos por una serie de tabúes de los que sólo era posible emanciparse con el ejercicio sistemático de una razón capaz de alumbrar una forma superior de conocimiento. Sin embargo, no es que sepamos más, sino que dudamos menos para tomar decisiones que tienen consecuencias irreversibles para la vida. Por cierto, volar una montaña, desviar el curso de un río, envenenar acuíferos, etc., constituyen hechos que, por sus consecuencias, ameritarían un grado de reflexión acorde con la responsabilidad hacia las generaciones futuras, algo que la epistemología ordinaria y la política por demás ordinaria, parecen no tener en cuenta. Ciertamente, Latour ya había advertido que “nunca fuimos modernos” y que por lo tanto era necesario asumir una ciencia que revisara las dicotomías fundantes de su epistemología.

Otro pilar de la Teología Política moderna es la laicización: un proceso secularizador por el cual se deslegitima la religión a fin de conquistar los campos de la fe a favor de la mundanización. Por este procedimiento, el mundo –elevado al plano de lo absoluto- es sacralizado, “investido de elementos teológicos” (Marramao, 1998, p. 81). Así, la humanidad, al producir artificios en serie, se arroga el poder del “Creador” (mientras redacta un libro que posiblemente titulará “Trans-génesis”).

En otras palabras, si nos detenemos en la cita del Manifiesto comunista (que el título del presente trabajo parafrasea intencionalmente mal como interrogación) que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, se entiende como aquel movimiento de la burguesía por el cual “todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. Sin embargo, la profanación de lo sagrado, lejos de conducir por un camino sereno a una reconsideración de las condiciones de existencia, contribuye a acelerar el proceso de destrucción de las mismas.

En esta carrera frenética hacia el progreso, la Tierra es sistemáticamente profanada (reducida a “recursos naturales”). Así, las relaciones recíprocas entre los seres humanos se reducen a una ciega competencia que desintegra los lazos comunitarios y acentúa la enajenación frente al mundo natural. La sociedad, bajo la administración del Estado moderno, queda compuesta por individuos que padecen de un complejo de desprotección (sin dioses, ni tierra, ni comunidad, nos sentimos muy solos). El mercado, entonces, crea productos que garantizan la “seguridad” animando un fetichismo basado en la desconfianza por el otro y por lo otro.

En el contexto secularista, el pensador Jacob Taubes (2007a) describe a propósito de la dicotomía naturaleza/cultura un giro desde el punto de vista de la “gracia”: si antiguamente los reinos de la naturaleza y el de la gracia eran vistos como análogos, la ciencia moderna planteó la antítesis entre ambos reinos. En otras palabras, y como venimos constatando cotidianamente: al despojarla de la gracia, la modernidad, sorda y arrogante, “desgració” a la naturaleza.6

Aguzar el oído, actualizar lo sagrado

Esta hybris7 moderna está asociada a una idea de la naturaleza que se ha universalizado pretendiendo ser la única verdadera, pero que es tan excepcional como cualquier cosmovisión. Y acaso más aún, pues se dio en el seno de una sociedad que se aventuró a quebrar los tabúes que protegían unas relaciones de respeto, reverencia y temor. Al mismo tiempo, esa sociedad llamaba a dejar de dudar sobre las consecuencias de las acciones propias en algo que había pasado a ser “ontológicamente” subordinado. Pero esta idea, si bien ha predominado, no ha logrado erradicar otras formas de habitar el mundo, que no entienden la diferencia en términos de jerarquía, ni reducen lo otro a la condición de objeto, ni se avergüenzan de la vulnerabilidad de la condición humana, ni celebran la conquista y la expansión como la quintaescencia del ser humano, ni piensan (tal vez por respeto al lobo) que el hombre sea el lobo del hombre (Sahlins, 2011). Pachamama, Ñuke mapu, Madre tierra, son algunas de las múltiples denominaciones que refieren a cosmovivencias esencialmente diferentes y, a juzgar por los hechos, más sensatas para orientar nuestra existencia en el mundo.

El geógrafo brasilero Carlos Walter Porto Gonçalves señaló que, para poder explotar la tierra a su antojo, primero tuvieron que desalojar a los dioses que la habitaban (junto a los pueblos que creían en ellos). El drama extractivista actualiza permanentemente esta cisura colonial, que sigue haciendo sangrar las venas del continente. Sin embargo, a pesar del despojo, otras sensibilidades siguen presentes, las cuales nos ayudan a percibir las cosas de otro modo. El chamán Davi Kopenawa Yanomami8, en su Carta a los pueblos del mundo, nos recuerda dolorosamente esta situación cuando dice: “los ríos, los peces y la selva piden nuestra ayuda, pero el gobierno no sabe cómo escuchar” (citado en De la Cadena, 2009, p. 155).

¿Es posible que las instituciones modernas aprendan a escuchar a los ríos, a los peces y a la selva? Esto requeriría un giro contracopernicano, que no implica una vuelta al mundo ptolemaico ni a un animismo ingenuo, sino un reconocimiento de la vulnerabilidad que caracteriza a nuestra especie y que nuestra cultura intentó maquillar, luego combatir con medios quirúrgicos cada vez más violentos. La metáfora militar se impuso para pertrechar a un ser humano a fin de “defenderlo” de su fragilidad. Cada vez más dependiente de los inventos técnicos —especies de prótesis que le garantizarían la victoria ante la inexorable fragilidad— este ser humano se fue deshabilitando (Illich, 2006) hasta descubrir que la Tierra no era inerte ni pasiva, ni él tan activo como lo había imaginado.

El retorno de la gracia —paso teológico-político que subvierte la Teología Política secularista— se correspondería con la asunción de la vulnerabilidad. Si en el campo religioso (no de los fundamentalismos, sino de la fe) el ser humano reconoce un poder que lo supera, en el mundo secular es posible redimir el sentido potente de la palabra humildad. Reconocernos en el humus que nos acompaña desde que nacemos, nos alimenta y hospeda en orden creciente, hasta volverse nuestra morada final, allí donde somos esperados por los ancestros que nos dieron la vida.

Congraciarse con la Tierra, politizar la naturaleza

Esta exigencia de humildad (pedagogía de la escucha) que recuerda a los modernos su pertenencia a la Tierra (y no a la inversa), obliga a reconsiderar las relaciones objetivantes y de dominación del mundo natural característicamente modernas. Es un exhorto de los “no modernos” a la revisión de las dicotomías fundacionales de la constitución modernista. El reconocimiento de una “agencia” en los seres de la naturaleza (cuando no de un ánima) implica establecer un tipo de vínculo equivalente a una relación intersubjetiva en el que hay, por lo tanto, lugar para el permiso, el agradecimiento y el perdón. Un tipo de relación en la que, partiendo del reconocimiento de la potencia del otro, hay que ceder necesariamente un lugar para la política, a fin de establecer un proceso de negociación continua con el mismo. Esto implica también una confrontación con aquellos humanos que, sin reconocerse en el humus, continúan reduciendo la Tierra a mera colección de recursos, y atentando, por lo tanto, contra ese otro (que es también nuestro aliado).

Las comunidades políticas organizadas para resistir al mega-extractivismo nos recuerdan este punto. Cuando los comuneros del sur del Perú se confrontan con poderosas corporaciones públicas y privadas al oponerse a la explotación minera en el cerro Ausangate (de la Cadena 2009, p. 155), lo hacen alegando que el cerro no quiere ser dinamitado y que desobedecerlo podría desencadenar su furia. Aquí, estos campesinos son, por decirlo así, “aliados políticos” del cerro, y enemigos de aquellos humanos que llegan munidos de otras materialidades para explotarlo.9

Como ya lo señalamos, los sitios defendidos por los pueblos que resisten al mega-extractivismo son, en su gran mayoría, áreas de gran sensibilidad ecológica, como lo muestran los estudios científicos que los respaldan. Por lo tanto, sus posturas son más racionales desde el punto de vista ecológico que las de sus contrincantes. Al conservar bienes imprescindibles para la vida (“el agua vale más que el oro”, como insisten estos movimientos) nos permiten avizorar un futuro posible, algo que los modernos creían controlar por medio de las llamadas “leyes de desenvolvimiento histórico”, orientadas teleológicamente hacia el progreso. Sin embargo, a juzgar por la demostrada incapacidad para torcer un rumbo catastrófico, los modernos han evidenciado que su victoriosa marcha hacia el futuro era en realidad una huida del pasado (Latour, 2015), un pasado que se imagina como el reino de la carencia y de la oscuridad del que habrían venido a liberarnos las luces de la razón.

Estos movimientos serían así más “auténticamente” modernos que los modernos, puesto que ofrecerían un tipo de “racionalidad ambiental” que garantizaría un legado para las generaciones venideras. Pero al mismo tiempo, desde eso que llamaremos su “política de la humildad”, estarían en sus antípodas, porque parten de la existencia de límites que deben ser trazados y demarcados con la huella indeleble de lo sagrado. Estos límites pondrían la Tierra a salvo de la acción “desgraciadora” de la epistemología ordinaria, de las apetencias insaciables de los agentes de mercado y de las “verdades” geopolíticas del Estado.

La actualización de lo sagrado en las resistencias al extractivismo politiza la naturaleza en la demarcación del “nomos de la tierra” (Schmitt en Latour, 2015), ya que la vuelve un agente activo a la hora de establecer las normas que regulan las injerencias de los humanos. Con ello nos enseña que una política de la naturaleza depende de cómo concibamos al espacio (comunitariamente como gracia hospitalaria, irreductible a la propiedad privada) y al tiempo, pensado en clave de generaciones. Por lo demás, estas resistencias localizadas hacen parte de un movimiento de mayor alcance por trazar un nuevo nomos de la tierra que nos permita evitar un porvenir aciago.10

Estos movimientos nos enseñan un camino acorde con la necesidad de volvernos más sensitivos con la Tierra, algo con lo que también parecieran coincidir pensadores eminentemente modernos, como Bruno Latour, que nos plantea dos alternativas:

Extender la hegemonía de los Estados nacionales sobre la Tierra dando a los Modernos un nuevo horizonte de dominio —una especie de eco-modernización más imperiosa y aún más violenta que todas las tomas de tierra precedentes— o bien aceptar arrodillarse ante la majestad de Gaia, haciendo de la distribución de las potencias de actuar la cuestión política por excelencia —una recuperación de la gran cuestión de la democracia. (2015, p. 364)

Entonces, ese dilema tendrá por resultado la manera en que nos volveremos capaces de heredar lo sagrado. Todo depende de cómo entendemos la herencia: bajo el signo de la propiedad privada que es el de la dominación; o bien, bajo el signo de la alteridad, esto es, el de la custodia de aquello que el otro —desde el pasado y desde el porvenir— confía temporariamente en nosotros. La primera es la vía de la Teología Política, la política religiosa que conduce al fundamentalismo, que profundiza las dicotomías de la dominación pontificando la depredación. La segunda vía, al deconstruir las dicotomías, subvierte a la primera, reconociendo humildemente —dicho en términos espaciales— el humus teológico-político de Gaia (o de la Madre Tierra), y —en términos temporales— la paciencia hospitalaria con el porvenir, emparentada con cierto “dejar de producir” verdaderamente creador. La creación se encuentra en las antípodas de la productividad, es un tiempo artesanal y no industrial. Mientras el porvenir se construye en comunidad, el futuro se produce en serie desde una ficción “postapocalíptica”.

Dice Bruno Latour (2015, p. 316) que “no podemos seguir creyendo en el viejo futuro si queremos tener un porvenir”. El “viejo futuro” viaja en el vehículo del pronóstico y estira el pasado para ocultar su caducidad. Pero el tiempo, pensado en clave del otro, no se reduce a una sucesión de presentes ni a la representación. El tiempo es la convergencia de todos los tiempos, de las generaciones pasadas y las que vendrán. La temporalidad —que con Walter Benjamin llamaremos mesiánica— sabe que el pasado está inconcluso y espera ser redimido hoy, que es el tiempo abierto al porvenir. El porvenir no se presta a pronósticos, es imposible de anticipar, sólo cabe ser hospitalario con él, esperarlo pacientemente mientras se resiste, se re-existe.

Con los pies en la tierra, hacia una política de la humildad

Se podría proponer que la humanidad, por su pertenencia a la tierra (humus)11 debería asumir una posición humilde, en el sentido de dejarse “afectar” por la existencia del otro. Hijos del humus, debemos reconocer que el sentimiento de desconexión con la Tierra es absurdo. Esta idea, como señalamos, está expresada en múltiples cosmovisiones y cosmovivencias que hacen parte de lo que aquí llamamos humanidad. Éstas se expresan en actitudes que se diferencian notoriamente del altruismo con el cual, desde los valores modernos, se llama a “respetar la naturaleza”. En tanto que este último asume una posición de magnánima superioridad frente a lo otro, en el primer caso, contrariamente, se trata de asumir la prelación de eso otro.

Pensamos que esto quieren decir los wixáricas al Estado mexicano cuando demandan el derecho a lo sagrado en la defensa de la tierra. Y no deja de haber algo paradojal en esta petición, que refleja la colonialidad fundante del orden actual: al tiempo que reconoce la autoridad del Estado, cuestiona el principio con el cual éste se arroga el derecho excluyente a disponer de la tierra.

Por otra parte, en la tradición bíblica: Adám fue hecho de tierra (hebr. adamá), algo especialmente significativo si pensamos que la Teología Política del mega-extractivismo es una derivación (perversa) de la tradición judeo-crístiana. Sin embargo, desde esta misma tradición, es posible actualizar lo sagrado asumiendo una posición humilde, que necesariamente irá a contrapelo de aquello hecho en nombre de la teología política mega-extractivista. Tal es la lección que dieron, y recibieron, los veteranos de guerra estadounidenses en Standing Rock, cuando fueron a pedir perdón a las naciones originarias por la expoliación y la muerte. Al conceder el perdón, el líder espiritual lakota Leonard Crow Dog respondió “no poseemos la tierra, ella nos posee a nosotros”. 12

Volviendo a la pregunta del inicio, parece que lo sagrado no se desvanece en el aire, sino que anima resistencias comunitarias que se oponen a la expansión destructiva. Como señalamos, el título de este artículo parafrasea una expresión del Manifiesto comunista que, al decir de Marshall Berman, resume el “espíritu de la Modernidad”: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Hoy, los hechos nos demuestran que lo sólido no se desvanece, sino que permanece en el aire y se vuelve sobre nosotros en forma de contaminación, de efecto invernadero, de cambio climático.

Ciertamente, el futuro concebido por los modernos como una tabula rasa sobre la cual proyectar a nuestro antojo las ambiciones del presente, se ha convertido en una realidad que adviene y que no sabemos cómo enfrentar. Como bien señalan los climatólogos, las transformaciones ocasionadas en la Tierra anuncian respuestas que sólo traen la impredecible certeza de cambios catastróficos.

A fin de lidiar con esta nueva realidad, parece que es necesario desem­barazarse de la “vieja” naturaleza imaginada por los modernos (inanimada, exterior, pasiva). Para ello, estos movimientos, en el lenguaje metafórico de lo sagrado, nos aproximan a una política de la humildad y nos indican caminos para volver a tener los pies en la Tierra.

Fuentes consultadas

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Fecha de recepción: 8 de octubre de 2017

Fecha de aceptación: 3 de marzo de 2018

 

DOI: http://dx.doi.org/10.29092/uacm.v15i37.631

 

Volumen 15, número 37, mayo-agosto, 2018, pp. 75-91


1 Una ilustrativa presentación de esta situación se puede leer en el comunicado del Quinto Congreso Nacional Indígena, reunido en San Cristóbal de las Casas en octubre de 2016 (http://enlacezapatista.ezln.org.mx/2016/10/14/que-retiemble-en-sus-centros-la-tierra/ ). Esta situación, con sus particularidades se repite en el resto del continente. Los Mapuches en el sur de Argentina y Chile, las Comunidades Quechuas en el Perú, los Yanomami, Kayapó, Munduruku y otros pueblos amazónicos en Brasil, los Ayjuu en Venezuela, los Lenka en Honduras, los Lakota en Estados Unidos, por citar algunos casos que alcanzaron recientemente cierta notoriedad pública, y que representan a un conjunto mucho mayor de pueblos involucrados en procesos de defensa de su territorio donde lo sagrado juega un papel relevante.

2 Alicia Barabás sostiene el carácter territorial de las religiones de los grupos indígenas de Mesoamérica, ya que están imbricadas con el medio natural-cultural (Barabás, 2010).

3 En el presente trabajo escribiremos Teología Política, con mayúsculas, al igual que el Estado al cual se relaciona. Por otra parte, a la resistencia que le oponen las comunidades, la designaremos lo teológico-político, con minúsculas.

4 Nota en clave teológico-política: la dupla creación-destructiva/destrucción-creadora abarca toda la temporalidad sagrada, desde el Génesis —creación— hasta el Apocalipsis —destrucción y fin de los tiempos.

5 Ramos (2004) advierte una recurrencia en la tradición occidental en pensar la diferencia en clave de jerarquía.

6 Esta expresión verbal surgió en conversación con Raymundo Mier en torno al tema.

7 Evocamos el término griego que designa a la arrogancia humana frente a los dioses, en este caso, frente a Gaia. Castro Gómez (2005) lo retoma para hablar de una hybris del punto cero característico de la modernidad.

8 Los yanomami son un pueblo del amazonia.

9 Estos argumentos pueden resultar irrisorios para una audiencia imbuida de una mentalidad auténticamente moderna. Pero uno podría preguntar, también, qué pasaría si se encontrara un yacimiento de gas esquisto debajo del Santo Sepulcro. ¿Se relocalizaría el cuerpo de Cristo? (lo mismo podría plantearse si ese yacimiento estuviera debajo del Muro de los lamentos o de la Kaaba en La Meca).

10 Desde hace décadas, los movimientos indígenas se articulan con otras organizaciones para sentar una posición pública ante problemáticas globales (por ejemplo, el cambio climático) ayudándonos a imaginar otros rostros posibles del mundo en que vivimos.

11 Véase el texto de Latour “Esperando a Gaia. Componer el mundo común mediante las artes y la política“, en Cuadernos de otra parte, p. 73. Recuperado de http://www.bruno-latour.fr/sites/default/files/downloads/124-GAIA-SPEAP-SPANISHpdf.pdf)

* Coordinador Académico del Doctorado en Estudios Sociales Agrarios, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesor invitado en el Posgrado en Desarrollo Rural Universidad Autónoma Metropolitana campus Xochimilco, México. Correo electrónico: omararach@gmail.com

** Investigadora en el Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México. Correo electrónico: silvanar@unam.mx

Volumen 15, número 37, mayo-agosto, 2018, pp. 75-91

ISSN versión electrónica: 2594-1917

ISSN versión impresa: 1870-0063