La ciudad, lugar narrativo de la vida
Juan Carlos Mansur*
Resumen. El presente artículo explica en qué consiste la pérdida de la experiencia de vida en la ciudad moderna y cosmopolita, las críticas a su lenguaje que aísla a los ciudadanos, anula su sentimiento de vida y cómo la hermenéutica busca restaurar la narrativa y la vida de las ciudades a través de recuperar una visión antropológica que explique cómo se relacionan las personas con el espacio y viven la ciudad desde una experiencia libre y creativa que funda lugares de encuentro que devuelve la vida a las ciudades y las hace lugares narrativos de la vida.
Palabras clave. Hermenéutica, fenomenología, ciudad, barrio, espacio, vida, habitar, encuentro, racional, funcional.
The city, narrative place of life
Abstract. This article explains the causes of the loss of life experience in modern and cosmopolitan city, the criticisms of its language that isolates citizens, nullifies their feeling of life and how hermeneutics seeks to restore the narrative and life of cities through recovering an anthropological vision that explains how people relate to space and live the city from a free and creative experience that founds meeting places that brings cities back to life and makes them narrative places of life.
Key words. Hermeneutics, phenomenology, city, neighborhood, space, life, dwell, encounter, rational, functional.
DOI: http://dx.doi.org/10.29092/uacm.v17i43.764
Lo que la cultura de la técnica de nuestros días tiene de caótico y monstruoso no deriva de la idea misma de una cultura técnica, ni de determinada esencia de la técnica como tal. La técnica ha adquirido en la sociedad moderna una posición y una estructura ya características cuya relación con las necesidades de los hombres es profundamente incongruente; el mal, pues, no deriva de la racionalización de nuestro mundo, sino de la irracionalidad con que actúa dicha racionalización.
Theodor Adorno
La pérdida de la experiencia de vida en la ciudad moderna y cosmopolita
Es asombroso ver cómo las ciudades cosmopolitas han logrado establecer un lenguaje que facilita la vida a los “ciudadanos del mundo”. La homologación de la señalización y los signos con que se expresa la arquitectura y mobiliario urbano resulta fácilmente reconocible en cualquier lugar lo que propicia una convivencia más ordenada, funcional y eficiente en el desarrollo de las actividades de la vida diaria de la ciudad empresa. Esta homologación no está únicamente en su señalización, también se da en el lenguaje de la fisonomía urbana caracterizada por la densificación, el incremento de edificaciones, de avenidas para automóviles y la proliferación de centros comerciales que ofrecen en cualquier lugar del mundo las mismas marcas comerciales y los mismos productos de consumo. Estos diseños estandarizados de las ciudades actuales ofrece innumerables ventajas y una mejor inserción en el mundo global; por ejemplo, gracias a la estandarización internacional de señalizaciones en aeropuertos, carreteras y caminos, centros financieros, museos, hoteles o restaurantes, las ciudades cosmopolitas permiten tanto al viajero como al trabajador global de hoy día, leer e interpretar con facilidad la vida de las ciudades, “moverse” con comodidad dentro de ellas, tener un acercamiento más hospitalario en casi cualquier ciudad, a la vez que se pierde la sensación de ser un extraño en el lugar al que se llegue. El lenguaje de ciudad cosmopolita nos transforma en “ciudadanos del mundo” y nos hace sentir siempre y donde estemos “como en casa”.
El optimismo que provoca la inserción de la ciudad en la actividad global no debe desviar la atención de todos los ámbitos urbanos que quedan silenciados para ceder su paso a ella. La continua desaparición o abandono de parques barriales, de tiendas y negocios de consumo locales, la desaparición de la vivienda mixta, comunitaria debida a la migración y aislamiento habitacional en suburbios y fraccionamientos, encarnan formas de vida que desaparecen para dar paso a la ciudad moderna y junto con ella se pierde el lenguaje que le era propio a las comunidades, que narraban con sus propias palabras la vida e historias que ahí se entretejían, curtidas por el tiempo, para dar paso a un sistema de comunicación mundial urbana que se torna neutro, impersonal, carente de historias, narraciones personales o comunitarias, muchas veces monótona y ausente de posibilidades de encuentro.
Las ciudades se mantienen vivas cuando pueden ser leídas, más aún, cuando despiertan el diálogo y frente a la nueva fisonomía de la ciudad moderna los ciudadanos permanecen ausentes, dejan de dialogar con la ciudad y han ido poco a poco acostumbrándose, adaptándose y con ello han enmudecido los seres humanos a la par que la ciudad misma, que deja de hablar el lenguaje del habitar. Poco importaron las advertencias de teóricos como Norberg-Schulz quien afirmaba que las ciudades que no miran a la persona sino a la funcionalidad y la señalización terminan por substituir el verdadero habitar por la alienación (Norberg-Schulz, 1976 p. 21).1 Los siguientes párrafos tratan de profundizar más en la relación que guarda el lenguaje de la ciudad con la experiencia de vida de sus habitantes, cómo se perdió ésta cuando se privilegió el lenguaje racionalista y funcional y cómo la incorporación de la hermenéutica en el diseño de los espacios urbanos puede ser una vía para recuperar la experiencia de vida en sus ciudadanos, por lo mismo, éste no es un escrito en contra del desarrollo económico y tecnológico de las ciudades, tampoco un escrito que aborde el debate entre el lenguaje urbano internacional versus el lenguaje regional de cada cultura, se trata más bien de una reflexión sobre la pérdida de sentido de vida que originan las ciudades cuando privilegian en sus diseños el lenguaje racional y se dirigen como meta a fines pragmáticos-económicos, y no son sensibles a la experiencia interpretativa y narrativa de los espacios, ni a los fines que contribuyen a mantener vivo el habitar en sus pobladores.
Numerosos pensadores han denunciado la pérdida de experiencia de vida de las ciudades industrializadas, Marx, Adorno, Spengler, Benjamin, son sólo unos nombres dentro de los innumerables autores que han llamado la atención sobre este fenómeno. Sus críticas siguen siendo válidas y conviene recoger la reflexión de algunos de ellos para poner a la luz el sentido de la experiencia de vida que debería encarnar la ciudad y que se ha visto eclipsado por las ciudades modernas. En muchos de ellos está el constante lamento por la transformación de las ciudades que ya no estaban diseñadas para ser leídas como una experiencia de la vida del espíritu y de la comunidad, sino que se volvieron textos fríos, carentes de un profundo sentido de vida. Sus observaciones dan cuenta de cómo la traza moderna de la ciudad eliminó el lenguaje de sus espacios tradicionales que las caracterizaba, suprimió los lenguajes simbólicos que concentraban experiencias de “vida” para ser desplazados por el lenguaje abstracto y funcional con que habla la ciudad contemporánea.
El filósofo alemán Theodor Adorno, por ejemplo, advirtió cómo la ciudad industrial del siglo XIX descarnó todos aquellos lenguajes que guardaban historias, símbolos, sentimientos, alegorías y con ello desapareció la voz más humana y personalizada de la ciudad, los lenguajes que encarnaban las experiencias más propias del habitar como lo son la sensación de pertenencia, de intimidad, en última instancia el lenguaje de la vida y del hogar, lo que resulta paradójico, pues en la época regida por la razón se asomó una irracionalidad que destruyó la “organicidad” propia de la ciudad, para verla transformada en una “caótica desorganicidad” (Adorno, 1971, p. 93). Similares análisis sobre la pérdida de la experiencia de vida de los habitantes de las ciudades modernas están en Lewis Mumford, quien en su amplia obra sobre las ciudades y la historia de la técnica intentó dar cuenta de la historia de esta preocupante transformación, así lo narró por ejemplo en La cultura de las ciudades donde deja de manifiesto cómo la vida de los ciudadanos comenzó a verse mermada debido a la racionalización económica del capitalismo y su consecuente transformación de las ciudades, que no siempre logró otorgar las mejores condiciones de sanidad en los espacios laborales y la vivienda de los obreros, tampoco logró desarrollar ciudades que ofrecieran atractivos y otorgaran sentido a la vida solitaria de los ciudadanos quienes consumían el “veneno de la vitalidad ficticia” de las nuevas ciudades (Mumford, 1945, p. 85).
Por su parte, Spengler se lamentó de la desaparición del sentido originario del hogar con la aparición de residencias modernas que no dieron cabida a los dioses ni fueron creadas por el sentimiento, sino por el espíritu del negocio (Spengler, 1966, p. 123). La ciudad no sólo acabó con el hogar, sino que alienó al hombre y atentó contra su propio sentimiento de vida, “el último hombre de la gran urbe no quiere ya vivir, se aparta de la vida, no como individuo, pero sí como tipo, como masa” (Spengler, 1966, p. 127). La narración que hizo del crecimiento irregular de la ciudad, que “chupa la sangre de la aldea” y que destruye el núcleo orgánico de la ciudad tradicional y se extiende sin límites hasta dejar un conglomerado sin alma, sigue vivo hoy día:
Ahora las viejas ciudades comienzan a prolongarse en todas las direcciones con masas informes, cuarteles de alquiler y construcciones útiles que van invadiendo el campo desierto. Ábrense calles, derríbanse edificios, destrúyese, en suma, el rostro noble y digno de los antiguos tiempos. El que desde lo alto de una torre contempla ese mar de casas reconocerá al punto en esa historia petrificada el instante en que, acabado el crecimiento orgánico, comienza el amontonamiento inorgánico que, sin sujetarse a límites, rebasa todo horizonte. Ahora surgen los productos artificiales matemáticos, ajenos por completo a la vida del campo; esos engendros, hijos de un finalismo intelectual; esas ciudades de los arquitectos municipales, que en todas las civilizaciones reproducen la forma del tablero de ajedrez, símbolo típico de la falta de alma (Spengler, 1966, p. 123).
Las observaciones expuestas se parecen en mucho a las sensaciones que tenemos hoy día cuando presenciamos la transformación de los barrios, las colonias, los campos y la llegada de los desarrollos inmobiliarios que buscan densificar y detonar la economía de los espacios sin mostrar sensibilidad por el lenguaje del habitar ni por la vocación de los sitios, sus historias y sus habitantes. A veces son los mismos ciudadanos, quienes seducidos por la vida de la ciudad moderna y deseosos de sus beneficios se entregan a ella sin saber que “el nacimiento de la ciudad trae consigo la muerte”, como afirmaba Spengler (1966).
Estos y más autores se convirtieron pronto en portadores del desconcierto, frustración y reclamo de muchos de los pobladores de las ciudades, quienes veían en ocasiones con optimismo y otras con temor cómo el lenguaje de la experiencia de las ciudades tradicionales habían sido trastocados por la conformación racional de la ciudad y de su sociedad, para todos ellos había una queja: la nueva configuración de la ciudad no era un texto viviente de la vida y la comunidad, ella ya no permitía “leer” una experiencia de vida auténtica, “lo que está perdido, decía Norberg-Schulz-, es la vida de mundo diaria, que debe ser una preocupación real para el hombre en general y para los planificadores y arquitectos en particular” (Norberg-Schulz, 1976, p. 8). El lenguaje racionalista con el que se diseñaban ciudades les confería funcionalidad, eficiencia, desarrollo económico, pero no comunicaba vida a sus habitantes. Ante este panorama, muchos filósofos orientaron sus investigaciones a la Hermenéutica con el interés de comprender mejor la experiencia del habitar y la forma de hacer hablar a las ciudades en el lenguaje existencial y devolverle la vida a la ciudad y a sus habitantes.
La Hermenéutica, la ciudad y el habitar
Los movimientos arquitectónicos del siglo XX, fuertemente influenciados por el racionalismo y el funcionalismo, miraron al diseño urbano desde la abstracción con una lectura geométrica de los espacios urbanos y al ser humano desde la abstracción dualista res cogitans/res extensa, reduciéndolo a un ser que ocupa y circula por los espacios de la misma manera como lo hacen los objetos. Sus proyecciones urbanas obedecieron más que a las conductas humanas, a las leyes físico matemáticas y al lenguaje de la medida y exactitud, esperaban obtener comportamientos en los seres humanos similares a los que tendría la materia que garantizarían ciudades más funcionales y habitables. Esta concepción sigue aún en boga en muchos proyectos urbanos y habitacionales.
Frente a este concepto de lenguaje arquitectónico y visión antropológica, surgió la hermenéutica con una interpretación más vital de los comportamientos del ser humano y su vivencia profunda del habitar. Contrario a la visión mecanicista, la hermenéutica ve al ser humano como una entidad viva, orgánica, consciente, libre, que no sale al mundo como una tabula rasa, esperando ser impregnada y saciada de información del exterior, sino que se orienta con una intencionalidad que arroja luz al mundo desde sus intereses, su cultura, sus propósitos e ilumina aquellas cosas que le vinculan con esa interioridad. Desde esta perspectiva los seres humanos, que actúan de forma libre e inteligente, viven permanentemente vinculados con su entorno, lo que permite que afloren en ellos actividades con significado y sentido. Esta intencionalidad hace posible fundar ámbitos creativos con los que las personas se vinculan existencialmente: conocer más a fondo el interés por salir a la plaza, caminar por el mercado, descansar en la vivienda, trabajar en los talleres, en los negocios, pasear por los jardines o meditar en los espacios sacros, ayuda a comprender cómo quieren vivir los seres humanos y cómo hay que diseñar sus espacios con el propósito de dar sentido a esa vida interior que espera ser saciada en el encuentro con el mundo y los demás.
La hermenéutica reconoce también al ser humano como un ser de apertura, no un ser cerrado al mundo como lo podría ser un objeto, sino como un ser creativo que al estar abierto al mundo lo influye y se deja influir por él, transforma y es transformado por las cosas, porque no vive frente a ellas de modo indiferente, sino que se vincula a ellas generando encuentros. El hombre no vive el espacio pasivamente, antes bien, lo transforma, mueve objetos, los cambia de sitio y ordena hasta que encuentra una organización que le acomoda, funda un espacio que no es de índole física cuanto existencial, un lugar: “Los lugares son unos sitios donde cualquier cosa sucede, cualquier cosa se produce; donde los cambios temporales siguen los trayectos efectivos a lo largo de los intervalos que separan y vuelven a unir los lugares” (Ricoeur, 2003, p. 17), de manera similar hacía ver Heidegger que más que ser una realidad física que nos condiciona, el espacio es una realidad que configuramos a partir de nuestra experiencia de mundo (Heidegger, 1971, p. 66), de manera más enfática, Norberg-Schulz afirmaba que “el lugar es evidentemente una parte integral de la existencia”, “la participación de la arquitectura en la verdad” (1976, p. 6). Por esto es importante diseñar tomando en cuenta que los espacios que se habitan no se “ocupan” al modo como lo ocupan las cosas, el ser humano se vincula y relaciona con ellos desde la propia experiencia de vida, los valores y la cultura, éste es el sentido positivo de “apropiarse” del espacio que despierta una experiencia vital, no en el sentido de poseerlos físicamente, cuanto de involucrarse significativamente con ellos produciendo lugares:
El habitar se compone de ritmos, de pausas y movimientos, de fijaciones y desplazamientos. El lugar no es solamente el hueco donde poder establecerse, como lo definía Aristóteles (la superficie interior de un envoltorio), pero también un intervalo que hay que recorrer. La ciudad es la primera envoltura de esta dialéctica del refugio y desplazamiento (Ricoeur, 2003, p. 15).
Esta relación activa con el mundo es la que vuelve significativa la experiencia del habitar, acciones tan aparentemente simples como caminar, mirar, escuchar, oler, conversar, serán plenas si establecen vínculos, relaciones, encuentros con el mundo y las personas, que saquen a la luz un sentido, así lo expresa la vivencia del hogar de Spengler (1966):
Mientras el hogar, en sentido piadoso, constituye el verdadero centro de una familia, es que aún sigue viva la última relación con el campo…La ciudad es el mundo, es el mundo. Sólo como conjunto le sobreviene el sentido de habitación humana. Las casas con los átomos que componen ese cosmos (p. 123).
La hermenéutica ayuda a comprender que vivir la ciudad es saber tejer una “urdimbre afectiva” con lo otro, con los otros y la arquitectura de calidad favorece las condiciones para lograr este encuentro, las que son de mala calidad lo inhiben, una lectura hermenéutica del habitar permite comprender por qué una simple actividad, como por ejemplo el acto de caminar y el paseo, no deben leerse como un mero trasladarse de un punto a otro, cuanto de vivir la experiencia de vida que supone caminar, que implica el detenerse, mirar, sentir el ritmo de la vida, el tener encuentros con otros transeúntes con quienes se teje el relato de la vida, habitar es interpretar.
La hermenéutica filosófica revela también que el espacio no se lee ni vive de forma neutra, sino como un sitio cargado de valor, interpretado y organizado conforme a intereses y a partir de valores que abren una gama de actividades para los habitantes. En este sentido se puede comprender el error en que caen las ciudades que hablan desde un lenguaje uniforme y despersonalizado, que privilegian al automóvil y no diseñan espacios seguros para peatones o ciclistas, que descuidan el espacio público y obligan al ciudadano a buscar el refugio y el paseo en centros comerciales, lugares que difícilmente narran una experiencia de vida, porque la ciudad se lee desde la vivencia cotidiana de sus pobladores.
La hermenéutica señala también que cuando se habita se emplean de maneras distintas los espacios o se organizan de formas variadas, porque los seres humanos establecen en los lugares jerarquías no en tanto distancias, cuanto en proximidades existenciales, se organizan y disponen de las cosas de acuerdo a este interés, se conforma el espacio vivido y se nutre así una experiencia de vida para quien habita, sobre esto observaba Ricoeur (2003) que mediante el tejado y las paredes o a través de la relación entre el exterior y el interior, las aberturas, los cierres, se revela y nutre la experiencia misma de la vida que proporciona la arquitectura, para Ricoeur el acto de marcar por un umbral el traspaso de los límites, el asignar espacios a distintos lugares de la vida o marcar el ritmo de la vigilia y el sueño, revela la vida de la interioridad de la conciencia.
La ciudad, lugar narrativo de vida
Las ciudades que hablan muestran una madurez en su narrativa, relatan algo a sus moradores, lectores a la vez que escritores del gran texto que es la ciudad. Por esto para diseñar y edificar una ciudad se debe antes aprender a leerla, a “hacer ciudad”, a verla, a escucharla, a sentirla, pues se le lee como se le vive, “no basta con ver la arquitectura; hay que experimentarla…Hay que vivir en los espacios, sentir cómo se cierran en torno a nosotros, observar con qué naturalidad se nos guía de uno a otro” (Rasmussen, 2007, p. 31). La ciudad se revela en olores, en formas, dimensiones y volúmenes, se le habita desde la temperatura, la textura, a través de los sonidos, lo mismo que en la luminosidad, las sombras, en suma la experiencia de toda nuestra corporeidad, porque “El cuerpo humano es el lugar viviente de inmersión del hombre en el mundo” (López, 1977, p. 172), constituye un cuerpo de expresividad y apertura, un ámbito y en este campo abierto de creatividad el cuerpo “asciende de rango ontológico”, es “el lugar de presencialización de la persona y de acceso a la vertiente personal de los otros” (López, 1977, p. 173). Esta vivencia corpórea de la ciudad suscita experiencias de vida que deviene en estados de ánimo, evocaciones, sentimientos y actitudes, por esto la importancia de humanizar el espacio urbano a través de su correcta configuración que refuercen estas actividades que buscan desarrollar sus moradores (Gehl, 2009, p. 20).
Una ciudad estará bien o mal diseñada en función de cómo alumbre en sus ciudadanos la vida que se revela día a día en la narrativa con sus habitantes. Nunca estará de más dejar de manifiesto la intuición heideggeriana de que “el habitar sería en cada caso el fin que preside todo construir” (Heidegger, 1994, p. 128), por esto la edificación de las ciudades deberá estar siempre al servicio del habitar. Cuando el diseño urbano no permite el encuentro y se desvincula de su capacidad de narrar las acciones e intereses de sus habitantes, cuando desatiende a sus moradores y mira a otros intereses, se fractura la comunicación entre la ciudad y sus ciudadanos y se inhibe su sentido originario, porque los aísla, fragmenta sus relaciones, les hace perder orientación y termina por desarticular los mundos de sentido, las “atmósferas” (Zumthor, 2006, p. 13), o los ámbitos, como afirma López Quintás. Las ciudades habitables, saben leer bien a sus habitantes.
Un diseño urbano de calidad permite ir más allá de buscar la “sobrevivencia” de sus pobladores, de mantener su vida a un nivel biológico, antes bien, se propone diseñar ciudades que contribuyan a generar en ellos una experiencia de vida personal. En esto se diferencian las ciudades centradas exclusivamente en la organización, el desarrollo tecnológico y económico de las ciudades que sin alejarse de ellos, orientan la técnica al verdadero fin del habitar y diseñan lugares cargados de vivencias y de historia. Esto no sería posible si no se diseñaran a partir de una comprensión del ser humano y de la vivencia de los espacios que ha logrado poner a la luz la Hermenéutica.
Los entornos urbanos tienen el potencial de ser lugares vivos cuando su diseño les permiten caminarlos, recorrerlos, generar encuentros entre sus pobladores, vivirlos con distintos ritmos y pausas, abrirse a diversas actividades que permitan detonar vivencias íntimas y hacer de ellas un relato de la cotidianidad y narrativas de vida. Resulta sugerente la forma como Ricoeur transporta la narrativa lingüística de la “prefiguración” (vida cotidiana, conversación), la “configuración” (tiempo construido) y la “refiguración” (como lectura y relectura) al de la experiencia del urbanismo, donde el acto de “prefiguración” corresponde al acto de habitar, la “configuración” al acto de construir y la “refiguración” a la relectura de la ciudad y los lugares que habitamos (Ricoeur, 2003, p. 13), pues deja de manifiesto que la experiencia de la ciudad es una experiencia narrativa, que gracias al adecuado diseño de los lugares, ricos en experiencias, estas pueden ser leídas; de manera similar afirma Rasmussen, “el arquitecto es una especie de director de teatro que monta el escenario de nuestras vida” (Rasmussen, 2007, p. 17). Desde esta comprensión sale a la luz más claramente la riqueza que encierran las ciudades bien diseñadas, pues permiten una vivencia hermenéutica de los lugares, que hace surgir el sentido y experiencia de vida con la que sus moradores transforman la ciudad en un texto narrativo de su historia personal y su vida, pues “toda historia de vida se desarrolla en un espacio de vida” (Ricoeur, 2003, p. 16).
Bibliografía consultada
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Zumthor, P. (2006). Atmósferas. Barcelona: Gustavo Gili.
Fecha de recepción: 22 de noviembre de 2019
Fecha de aceptación: 21 de abril de 2020
DOI: http://dx.doi.org/10.29092/uacm.v17i43.764
1 La cita completa dice: “In modern society, however, attention has almost exclusively been concentrated on the “practical” function of orientation, whereas identification has been left to chance. As a result true dwelling, in a psychological sense, has been substituted by alienation”.
* Profesor del Departamento Académico de Estudios Generales del ITAM, México. Correo electrónico: juancarlosmansur@gmail.com
Volumen 17, número 43, mayo-agosto, 2020, pp. 59-70
ISSN versión electrónica: 2594-1917
ISSN versión impresa: 1870-0063